Leyenda De Becquer Maese Perez El Organista Pdf

Le pidió que tocara el órgano en la misa del Gallo, pero la hija del organista dijo que tenía bastante temor pues la noche anterior había visto a su padre tocando ese órgano. La abadesa le aseguró que fue una fantasía y que su padre estaba con Dios, y que desde el cielo la inspiraría para tocar en esa ceremonia solemne, por lo que la hija de Maese Pérez aceptó para homenajear a su padre. La iglesia estaba desierta y oscura… Allí lejos, en el fondo, brillaba, como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda… La luz de la lámpara que arde en el altar mayor… A sus reflejos debilísimos, que solo contribuían a llevar a cabo mucho más aparente todo el profundo horror de las sombras, vi…, le vi, madre, no lo dudéis, vi un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el ubicación en que yo se encontraba recorría con una mano las teclas del órgano mientras tocaba con la otra a sus registros…

Entonces el jóven mostró semejantes disposiciones, que, como era natural, a la desaparición de su padre heredó el cargo… Merecía que se las llevaran a la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro… Siempre y en todo momento toca bien, siempre y en todo momento; pero en similar noche como ésta es un prodigio… Él tiene una enorme devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma, al punto y hora de las 12, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo…, las voces de su órgano son voces de ángeles… »En resumen, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo mucho más florido de Sevilla, hasta exactamente el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharle; y no se piensa que solo la multitud sabida y a la que se le consigue esto de la solfa conocen su mérito, sino hasta el populacho.

La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento. Era la voz de la ciudad de los ángeles que atravesando los espacios llegaba al mundo. A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta transformarse en un torrente de atronadora armonía. Las cien voces de sus tubos de metal retumbaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos. »Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna.

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En el momento en que llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían cincelados los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero resurgió en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo. En aquella barca había creído distinguir una manera blanca y esbelta, una mujer, indudablemente la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente. La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.

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Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies brincan las aguas de la fuente enigmática para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie solamente riza el viento de la tarde. Un año después de lo ocurrido, llega al convento el organista de San Román. Este organista resultó ser el mismo que se ofreció a tocar el año previo, en el momento en que Maese Pérez no aparecía. La multitud, que lo consideraba un mal músico, procuró boicotear su actuación haciendo estruendos, pero terminó maravillada al comprobar que tocaba con mucho talento y el órgano sonaba igual que con Maese Pérez. Maese Pérez, el organista, pertence a las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. Cuenta la historia de un adulto mayor ciego de nacimiento con un don para tocar el órgano, tan talentoso como amable.

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La muchacha, conmovida, chilló que el que estaba viendo tocar al espíritu de su padre, si bien no se veía a absolutamente nadie sentado al órgano. Maese Pérez, el organista, era un anciano ciego de nacimiento y reconocido en el convento de Santa Inés, en Sevilla. Tenía un gran talento para tocar el órgano y todo el que lo escuchaba se quedaba impactado con su maestría.

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Cuando corrió la noticia, el arzobispo del convento entendió por qué razón el organista de San Román había tocado tan bien el año anterior; no era él quien tocaba, sino el espectro de Maese Pérez. Sabiendo esto, se arrepintió de haber ido a la catedral y no al convento, en tanto que el espectáculo del organista de San Román fue horrible. Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan… Sí…, no hay duda; azules deben ser; azules son, seguramente, y sus pelos, negros, muy negros y largos para que floten… Me da la sensación de que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros…; no me engaño, no; eran negros. Manrique, con el oído atento a estos comentarios de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto; otras, voces confusas de gentes que charlaban a sus espaldas y que a cada momento aguardaba ver a su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un lugar a otro.

En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba sentir formas o oír sonidos misteriosos, maneras de seres sobrenaturales, expresiones incomprensibles que no podía comprender. Yo no sé si esto es una historia que semeja cuento o un cuento que semeja historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad realmente triste, de la que acaso yo voy a ser entre los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación. Las aguas brincaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las riberas. Cuando el joven terminó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar ciertas palabras; pero solo exhalaron un suspiro, un suspiro enclenque, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al fallecer entre los tallos. Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya área se retrataba, temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su enigmática apasionado, procuraba en vano arrancarle el secreto de su vida. Hablando las últimas palabras, ámbas mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.

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En entre las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio se veía un rayo de luz tibia y despacio que, pasando por medio de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la vivienda de enfrente. En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un instante y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el camino y se ocultaba entre el follaje, en exactamente el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o inviábles penetraba en los jardines.

El segundo acorde, extenso, valeroso, magnífico, se mantenía aún aflorando de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía insaciable y sonora. Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sueco y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a cuajarse y no tardaría bastante en dejarse sentir. El nuevo organista, tras atravesar por en medio de los leales que ocupaban las naves para proceder a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano con una gravedad tan perjudicada como absurda.

En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía varios años las plantas de los religiosos, la vegetación, dejada a sí, desplegaba sus galas, sin miedo de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Pensaba que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo. La priora fue a ocupar su sillón en el coro en la mitad de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse sobre el banquillo del órgano, y comenzó la Misa.